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  • Salvájemente libres

Tomar con decisión el propio camino


Este espacio está dedicado a ofrecer testimonios de mujeres que se han liberado de distintas violencias que se ejercían contra ellas: psicológicas, físicas, sexuales,laborales, institucionales, sociales, etc. Estas mujeres, acudieron a nuestra consulta en necesidad de ayuda para caminar hacia delante y cambiar de actitud frente a la vida. Tal como afirma el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española en la última acepción de salvaje, ellas viven ahora con una actitud “que no está controlada o dominada”. Libres.

Desde pequeña me ha atraído ayudar a los demás: quería ser de médicos sin fronteras para ayudar en los países subdesarrollados, irme a vivir a África para colaborar como fuera… A eso se suma un agudo sentido religioso de hacer el bien a los demás.

A los 16 años se me planteó la posibilidad de entrar en una institución religiosa que conocía bien por mi familia. Aunque la institución en sí no me atraía ni tampoco la vida de sus integrantes, como la idea de ayudar a los demás y ser útil a la sociedad sí, decidí entrar sin mucha reflexión previa… soy proactiva y decidida. Sabía que era una decisión que comprometía mi vida y que suponía consagrarme a Dios (no casarme).

Una vez dentro, las dudas no tardaron en llegar, especialmente a los 18 años cuando me fui de casa de mis padres a vivir en una de las casas de la institución. Algo no terminaba de cuadrar. A pesar de tomarme mi entrega en serio y de “cumplir” con lo que se esperaba de una persona de mi condición, yo no estaba bien. Por ejemplo: pensamientos de ganas de morir, sentimientos de abandono, necesidad de que alguien me ayudara desde fuera… sensación de que no lograba explicar lo que me pasaba o transmitir mi sufrimiento.

Sentía que, aunque hablaba de mi y de cómo estaba, no había solución a mis problemas. Físicamente mucha tensión que se traslucía con algunas reacciones físicas anormales (alopecia repentina en algunas partes del cuerpo, reacciones del aparato genital desproporcionadas a los estímulos que recibía…). Siempre había una causa externa a la que achacar eso: exámenes, terminar la carrera y ponerse a trabajar, un cambio de ciudad, un cambio de casa, cargos de responsabilidad dentro de la institución… como soy una persona activa, pensaba que era somatizar “los nervios” y no iba más allá. Ni yo, ni mis superiores, dábamos importancia a estas cosas. A la vez yo seguía con mis dudas sobre mi permanencia en la institución… Jamás relacioné mi “no estar bien” con esas dudas no resueltas… esto duró desde los 18 años hasta los 34. Eso se compensaba con momentos de satisfacción, al ver que ayudaba realmente a los demás con la vida que llevaba. Pensaba que estar así era el sacrificio que Dios me pedía.

Yo reflejaba mi estado interior a mis superiores, pero nunca se llegaron a tomar en serio lo que decía de mí. Por la educación que he recibido y venir de una familia de muchos hermanos soy poco quejica, no me gusta dar problemas y me adapto al cambio rápido. Si no se me había escuchado a la primera, no volvía a sacar el tema, a la espera de que Dios -así lo creía yo- hiciera algo para sacarme de la situación. Yo pensaba que mi vida no tenía solución… por eso tenía tan arraigado el pensamiento de que cuanto antes terminara, mejor.

A los 23 o 24 años esta situación se hizo mucho más insostenible porque se acercaba la fecha en la que yo adquiría un compromiso definitivo con la institución. Yo no lo tenía claro, me veía sin fuerzas, sin ganas de seguir y sentía rechazo a la idea de estar allí de por vida. El año previo fue especialmente duro: lloraba muy frecuentemente, empecé a tener una relación neurótica con la comida y entre otras manifestaciones físicas, llegué a hacerme pis en la cama en más de una ocasión. Me encontraba en un callejón sin salida.

En paralelo a esto existía otra reacción en mí que me oprimía bastante que era la tendencia que tenía a “enamorarme”. Querría detenerme un poco en explicar qué significaba esto en mi: no se refiere a que yo echara de menos tener novio o formar una familia y por eso buscase inconscientemente llenar ese vacío. No. Se refiere más bien a una reacción obsesiva ante cualquier hombre frente al que me sintiera valorada.

Por mi aspecto físico suelo tener éxito y eso empeoraba las cosas. Yo era consciente de que el “enganche” emocional en el que vivía, por largas temporadas, era desproporcionado y muy poco libre. Máxime, cuando hacía todo lo posible para vivir mi compromiso con fidelidad y no despreciaba las medidas de prudencia lógicas en una persona que está comprometida. Tanto era el sufrimiento que causaba esto que planteé a mis superiores ir al psicólogo por este motivo. La respuesta que obtuve fue “¿qué vas a hacer? ¿llegar allí y decir que vas porque te enamoras mucho? No te líes”. Como es natural, la respuesta no me resolvía nada, pero yo no insistí y me quedé igual. Yo veía que mis reacciones psíquicas no eran sanas, pero no sabía muy bien por qué o a qué relacionarlo.

La tensión era tal que quise hablar con mis padres para explicarles que yo no podía más y que lo dejaba… aunque yo no solía hablar con ellos sobre estos asuntos, me veía tan desamparada que quise acudir a ellos. El consejo que me dieron los superiores fue de no alarmar, que mis padres ya tenían muchas preocupaciones y que ésta solo les desazonaría más. Curiosamente, y seguro que el lector se sorprende, yo acepté el consejo y no dije una palabra a mis padres.

En ningún momento los superiores me animaron a tomarme más tiempo para dar el paso definitivo, o, por supuesto, a dejar la institución. Tomé la decisión de no prestar atención a mi malestar (dudas, desesperación, desazón, reacciones físicas -dolor de estómago continuo-…) e hice el compromiso de por vida.

Quisiera llamar la atención del lector del dolor que supone para una persona hablar de estas cosas y, añadiéndole, no sentirse escuchada… no son, en ningún caso, temas fáciles de tratar… incluso en el entorno seguro de la terapia, lleva su tiempo. El ver que el tiempo pasaba y que las cosas no cambiaban, me hacía vivir en una profundísima desesperación a la que no veía solución por más que yo dijera que no estaba bien. Como he dicho antes ese era el motivo principal de mis deseos de morir. Nunca hablé de estos temas con mis amigos, porque me avergonzaban y humillaban: externamente yo era una mujer brillante.

Conforme pasaba el tiempo y yo iba adquiriendo experiencia en la ayuda a los demás, me daba cuenta de que las cosas que me pasaban a mí, no les pasaban a otras personas, ni dentro, ni fuera de la institución. En alguna ocasión encontré a personas que reflejaban, por ejemplo, un deseo de morir, pero eran las menos y para mí era evidente de que se trataba de personas que sufrían mucho por eso y que necesitaban la ayuda de un especialista.

Desde los 24 hasta los 35 me enfoqué principalmente en el control sobre todo lo que comía. En los momentos peores pesé 44 kilos y en los mejores nunca más de 49 kilos. Era consciente de que vivía obsesionada, pero nadie se daba cuenta y a mi me “ayudaba” a sentir que algo hacía bien y a centrar mi atención en otras cosas, no directamente en mí.

Solo en una ocasión hablé del tema de modo superficial a los superiores con la esperanza de recibir ayuda -las personas que han pasado por este tipo de obsesiones saben el esfuerzo que supone hablar de ello- y se le quitó importancia. Yo tampoco insistí e hice de mi capa un sayo.

Profesionalmente, además, me sentía estancada y había hecho sucesivas propuestas para estudiar un máster, un minor o cualquier programa que me diera aire… yo quería seguir estudiando, aunque lo que estudiase no tuviese que ver exactamente con mi trabajo. En la institución me topé con personas que no entendían mi inquietud y, en lugar de matricularme donde yo quería y estudiar lo que yo deseaba, esperaba a que aprobasen mis deseos.

Recuerdo en una ocasión, hablando de este tema con mi máxima responsable, a la sazón superior de unas 2.000 personas de la institución, me dijo que para qué estudiar, que no iba a aprender nada, que no tenía sentido. Una vez más, en lugar de hacer lo que yo quería hacer, me sometí a su opinión pensando que, desde cierto punto de vista, podía tener razón.

Por fin, a los 34 años decidí ir al psiquiatra después de las reacciones psíquicas que sufrí a raíz de decisiones tomadas sobre mí, por mis superiores, que me dejaron en un estado de profundo desamparo. Fueron seis meses durísimos en los que pensé, en más de una ocasión, con todo lujo de detalles mi suicidio. No me veía capaz de seguir viviendo. Tuve que insistir a mis superiores para que me autorizasen ver a un médico. Aunque, a decir verdad, a partir de ese momento decidí tomarme la justicia por mi mano y hacer en conciencia lo que yo pensaba que tenía que hacer. No dejé la institución automáticamente, pero empecé a luchar por mi espacio -la terapia fue efectiva desde el primer momento- para no ser nuevamente aplastada.

Mi principal recelo al acudir al médico era abrir mi intimidad y que, de nuevo, no hubiera solución. Se lo expliqué así al psiquiatra: “Si te voy a contar mi vida y no me vas a ayudar, me ahorro el sufrimiento de abrir mi intimidad”. Me ayudó especialmente que me dijera que haría todo lo posible porque eso no ocurriera y que si, de nuevo, me sentía no escuchada, buscaríamos alternativas. Desde las primeras sesiones se generó un clima de confianza que me permitía hablar con claridad… y para mi sorpresa, mis sufrimientos ¡tenían solución! Como ya he dicho, tiendo a poner todos los medios para sacar algo adelante, era la primera vez en mi vida que me sentía escuchada y validada en mis sentimientos… empezaba a rozar la paz interior.

Gracias a la terapia me vi con fuerzas y confianza para habar con mis padres que no salían de su asombro. Les costó especialmente no haber acudido en mi auxilio antes. No entendían porqué yo nunca les había contado nada. Por supuesto, me apoyaron en todo, como solo unos padres saben hacer. Para mi fue clave esto, ya que suponía dejar de estar sola de un modo radical.

Después de seis meses de terapia y como parte de ella quise considerar la posibilidad de dejar la institución. La mejora de los síntomas físicos y psíquicos fue inmediata. Para mí, fue especialmente esclarecedor la desaparición de los deseos de morir. Al ver que había luz al final del túnel, por primera vez en mi vida después de muchísimos años, tomé la resolución de abandonar la institución.

Nunca pensé que yo podía ser feliz… pero ¡puedo!

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