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Gypsy. ¿Quién ayuda al que ayuda?

La psicóloga Myriam Quemada publica este artículo para la revista Fila Siete, en el que reflexiona a través de la serie Gypsy de Netflix sobre la vulnerabilidad de las personas, incluso la de aquellas que se dedican profesionalmente a la salud mental.


La psicología y sus alrededores dan mu­chas ideas a los guionistas. Así, en el río revuelto de Por trece razones, Hasta los huesos, Blackbox o Atípico, Netflix da una vuelta de tuerca más y nos deja observar en esta serie, Gypsy, a una terapeuta que ne­cesita más ayuda que sus propios pacientes. ¿Irreal? En absoluto. ¿Frecuente? No tanto como puede parecer.


Un drama con tintes de thriller, de éxi­to aún por demostrar, plagado de intrigas, misterio y algo, quizá demasiada, con­fusión. Naomi Watts, productora de la serie, en ausencia de las ofertas de tiem­pos pasados, aprovecha para lucirse en una interpretación que introduce al espectador en una vorágine de emocio­nes, que le convierten en un personaje más, confundiéndolo con constantes y dra­máticos virajes y trasluchadas, entre el apetecer y el deber, el extravío y la bús­queda de uno mismo.


La terapeuta Jean Holloway (Watts) in­vita a descifrar el submundo de las apa­riencias. Mujer atractiva, inteligente, con una buena carrera profesional y una fa­milia envidiable, muestra desde el principio profundos problemas de identidad.


Esta psicóloga va traspasando recurrentemente todos los límites de la terapia, manteniendo relaciones de distinta ín­dole con los familiares y conocidos de sus pacientes, consiguiendo generar un cli­ma desconcertante. Situaciones de las que, gracias a su inteligencia y capacidad de manipulación, sale aparentemente airosa y que, sin embargo, la acercan cada vez más al abismo.


Es un claro ejemplo de mala praxis, dig­na de cualquier clase de deontología pro­fesional, sin embargo, la trama y las re­laciones que se generan consiguen que el espectador se vaya haciendo preguntas so­bre sí mismo.


Desde la seguridad del sillón de casa, pue­de servir al profesional de la salud men­tal para hacerse preguntas sobre su tra­bajo cotidiano y la posibilidad de traspasar los límites: «¿y si hiciera esta barbaridad…?» «¿y si me complicara la vida de esta forma?». Para el público general pue­de resultar aburrido o, si la ve con sen­tido crítico, percibir la incoherencia de vida de la terapeuta, escarmentar en ca­beza ajena y a la vez comprender que to­dos podemos fallar. Incluso Netflix.


Las relaciones fuera de la terapia, la ma­nipulación, la confrontación abierta y la curiosidad insana, componen el elenco de ejemplos de una dañina contratrans­fe­ren­cia freudiana. Fenómeno muy presen­te en las sesiones de Jean, quien proyecta en los pacientes sus propias heridas y deseos, interfiriendo negativamente en la sana evolución de estos: una joyita de te­rapeuta.


El deseo, el erotismo y la identidad se­xual no forman parte de la trama, son la trama de Gypsy. En contraste con la profundidad del personaje de Watts, el resto de los coprotagonistas resultan algo planos e insí­pi­dos. Quizá, consciente o inconscien­te­men­te, los guionistas querían poner de ma­nifiesto el carácter narcisista del personaje principal, que al igual que el espectador, percibe a los demás personajes co­mo insustanciales.


La cuestión subyacente es que todos ne­cesitamos ayuda, ¿tendremos el valor de pedirla?

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